Escritor Generaleño Alberto Fonseca

Elías Céspedes, sudoroso; con la esperanza reflejada en sus ojos, se detuvo. En la claridad del bosque se divisaba el rancho de Urías. Varias veces había visitado al cacique en busca del mapa que conducía al lugar donde estaba la “guaca”. Todos los aldeanos que solían dedicarse al encuentro de tesoros, se cansaron de visitar al anciano con el fin de conseguir su confesión. Por cosas del destino o por suerte, decía Elías, soy muy amigo de Urías, pero este no quiere indicarme cuál es el sitio donde está la tumba. Aprovechaba sus viajes a San José para traerle objetos extravagantes con el fin de conocer el sitio donde yacía la fortuna. Esa mañana le llevó varios espejos ovalados, desconocidos en el valle de Ujarrás. Sufrió un fiasco cuando Urías le dijo. “Esos espejos son parecidos a los que usó Cristóbal Colón para trocar por collares de oro”. Elías, sorprendido por el conocimiento del cacique, con su cara roja de vergüenza, no atinó a dar una respuesta oportuna ante tal aseveración.

En la siguiente visita le llevó una guitarra. Urías, conocedor de las artes instrumentales, empezó a rasgar notas en forma magistral, mientras decía las palabras pronunciadas por Kus: el señor de lo más alto. “Al final del tiempo la montaña se estremeció. De sus entrañas ardientes emergió su espíritu. Levantó las manos y una llovizna blanca cubrió la cuenca milenaria. Cuando la laguna misteriosa mecía sus aguas cristalinas sobre la cuenca del cerro Surayón, se dirigió al valle de Ujarrás y elevando una plegaria a sus antepasados, desapareció en la inmensidad de la cordillera.” Urías terminó de pronunciar las palabras, escritas en piedra desde el día en que Kus se perdió detrás de las montañas azules, contempló la inmensidad del valle y dijo a Elías. “He guardado el secreto de mis ancestros. No lo he revelado porque mi vida se extinguirá en el momento que te indique donde yace la tumba. Como mi canto en este valle ya cumplió su destino, es necesario revelártelo. Ve y aprovecha la riqueza con tus hermanos. Ten muy claro no llevarte el collar labrado de oro macizo. Este tendrá que ser conservado hasta el fin del tiempo, de lo contrario la maldición caerá sobre el mortal que ose quebrantar este juramento. En el instante en que Urías entregó el mapa con la ubicación de la Tumba Sagrada, sus restos mortales rodaron por la pendiente y se esparcieron sobre el valle de Ujarrás.

-Elías, durante todo el día, siguió el trillo señalado en el mapa. Caminaba y desandaba el sendero tendido en la profundidad del valle. Temeroso de ser seguido por algún aldeano, a menudo se devolvía a borrar cualquier evidencia de su paso. Por momentos el cansancio le nublaba los ojos y el sudor copioso le empapaba todo el cuerpo.

Al caer las sombras de la tarde encontró un montículo cubierto de vegetación. Quitó la maleza que lo cubría. Debajo de la hojarasca apareció la piedra blanca descrita en la cartilla entregada por Urías. Al final de la enorme mole, hacia el este, una flecha señalaba el inicio del cementerio indígena. Contó los quince metros apuntados en el mapa y tropezó con una grada construida en un segundo nivel. Se deshizo de la maleta y con ambición lanzó las primeras paladas a la tierra rojiza. Conforme iba escarbando la fosa, el metal aparecía. Diversas figuras de oro de todos los tamaños fueron haciendo pesado el cargamento: jaguares, tortugas, hachas, jarrones, ocarinas y reyes indígenas. En el fondo de la tumba encontró el collar, descrito por Urías. Al sentir el peso de la obra de arte, sintió un escalofrío en su cuerpo y lo arrojó al suelo. Su sangre lo quemaba. Sus ojos lo delataban. No me perdonaré si pierdo esta oportunidad, se dijo. Con la mirada nublada y las manos temblorosas lo tomó de nuevo y lo echó al fondo del saco.

De regreso, Elías cabalgó en su caballo Rosillo más lento que en otras ocasiones. El animal, acostumbrado a hacer la travesía con su paso explosivo, no quería caminar. Corcoveaba cada vez que oía el menor ruido. Cuando llegó al río Convento no quiso dar un paso más. Por más que intentó no logró levantarlo del suelo donde yacía. Resignado lo desensilló. Con mucho cuidado puso la carga a un lado del sendero. De inmediato Rosillo salió corriendo a gran velocidad por el camino donde había venido. En su huida daba horribles relinchos. En pocos instantes desapareció tras la colina que empezaba a llenarse de sombras.

Elías, receloso, sujetó el collar a su cuello. Se puso la carga al hombro para cruzar. Cuando iba a la mitad del río, la montaña empezó a retumbar. El agua se pintó de chocolate. Enormes piedras y árboles se deslizaron por la pendiente. De súbito una cabeza de agua lo sacudió. La fuerza se le agotaba. Apretó con rabia el collar mientras la furia de la corriente le arrebató el ‘saco. De reojo lo vio desaparecer bajo el estruendo de la corriente. Elías, como buen nadador, salió a los trescientos metros; con los pantalones hechos trizas, sin camisa y con un sólo zapato. Al mal tiempo buena cara. Se dijo. Arrojó el otro zapato en la montaña y siguió devorando el camino bajo la luz de la luna cándida. Sin Rosillo el paso se hizo más lento.

Al atardecer del día siguiente, cuando llegó a Santa Rosa, los vecinos rezaban alrededor de un ataúd donde descansaba el menor de los hijos del matrimonio.

Rosalía vino al encuentro del marido y con voz entrecortada espetó. Nuestro hijo ha muerto. Si no tuvieras ese bendito vicio de andar escarbando la tierra, lo hubieras ayudado. De seguro el viejo Talao lo habría salvado. Elías, desconsolado, lloró de impotencia sobre el ataúd blanco donde yacía Isidoro.

La sombra cae sobre el pequeño. Por qué tiene que ser con nuestro hijo. Pensó, mientras las palabras pronunciadas por Urías, resonaban como martillo sobre el riel. “La maldición caerá sobre el mortal que ose quebrantar este juramento” Revisó la bolsa donde había colocado el collar. Allí estaba. Le pareció más brillante que cuando lo encontró en el fondo de la tumba. Debo deshacerme de él. Trató de dormir pero no pudo conciliar el sueño. La noche lenta, fue comiéndose las horas para hacer compañía al suplicio del huaquero.

Salió muy de mañana, con la esperanza de salir de su embarazoso momento. El rocío le helaba la cara pero un fuego recorría hasta los dedos de su mano cada vez que cambiaba la carga de un hombro al otro. Tengo que liberarme de este maldito collar antes de que el castigo caiga sobre alguien más de la familia. Reflexionó mientras aceleraba el paso por el camino que conducía hacia San Isidro.

Llegó a la joyería con la ansiedad reflejada en su mirada. Cuando puso la joya en el mostrador, sintió como si le hubiesen quitado una brasa rojiza de su espalda. El joyero, boquiabierto exclamó. ¡De dónde has traído esta extraordinaria obra de arte! Permítame revisarla. Luego de varios minutos de haber ingresado a la habitación contigua, regresó y prosiguió: está elaborado con el oro más fino que existe. Amigo esto vale un capital. No tengo tanto en la tienda, pero sí me interesa. Voy al banco a traer el dinero.

Elías regresó en una hora como había convenido con el joyero. Dio varias vueltas a la cuadra porque creía haberse extraviado. En la tercera ronda preguntó a un muchacho que por allí pasaba. ¿Sabes a qué hora regresa el dueño de esta joyería? El vecino muy sonriente le contestó. Don Zacarías, el dueño de este negocio, hace varios meses se fue para San José. Dijo que las ventas estaban muy malas. “Allá tal vez me vaya mejor, fue lo último que le oí decir.

Elías empezó a sudar copiosamente. Un frío sepulcral lo invadió. Después del síncope su cuerpo se puso amarillo. En pocos instantes la gente se empujaba para contemplar al extraño tendido en la acera. ¡Qué cosa más rara, parece que tiene la cara cubierta de oro! Decían los curiosos que pasaban por la calle. El fuego del sol en el cenit, cayó como un dardo sobre el cuerpo del huaquero, mientras el viejo reloj de la catedral repicaba doce campanadas.

LA MALDICIÓN – LITERATURA REGIONAL

26 diciembre, 2018 9:03 pm

Escritor Generaleño Alberto Fonseca

Elías Céspedes, sudoroso; con la esperanza reflejada en sus ojos, se detuvo. En la claridad del bosque se divisaba el rancho de Urías. Varias veces había visitado al cacique en busca del mapa que conducía al lugar donde estaba la “guaca”. Todos los aldeanos que solían dedicarse al encuentro de tesoros, se cansaron de visitar al anciano con el fin de conseguir su confesión. Por cosas del destino o por suerte, decía Elías, soy muy amigo de Urías, pero este no quiere indicarme cuál es el sitio donde está la tumba. Aprovechaba sus viajes a San José para traerle objetos extravagantes con el fin de conocer el sitio donde yacía la fortuna. Esa mañana le llevó varios espejos ovalados, desconocidos en el valle de Ujarrás. Sufrió un fiasco cuando Urías le dijo. “Esos espejos son parecidos a los que usó Cristóbal Colón para trocar por collares de oro”. Elías, sorprendido por el conocimiento del cacique, con su cara roja de vergüenza, no atinó a dar una respuesta oportuna ante tal aseveración.

En la siguiente visita le llevó una guitarra. Urías, conocedor de las artes instrumentales, empezó a rasgar notas en forma magistral, mientras decía las palabras pronunciadas por Kus: el señor de lo más alto. “Al final del tiempo la montaña se estremeció. De sus entrañas ardientes emergió su espíritu. Levantó las manos y una llovizna blanca cubrió la cuenca milenaria. Cuando la laguna misteriosa mecía sus aguas cristalinas sobre la cuenca del cerro Surayón, se dirigió al valle de Ujarrás y elevando una plegaria a sus antepasados, desapareció en la inmensidad de la cordillera.” Urías terminó de pronunciar las palabras, escritas en piedra desde el día en que Kus se perdió detrás de las montañas azules, contempló la inmensidad del valle y dijo a Elías. “He guardado el secreto de mis ancestros. No lo he revelado porque mi vida se extinguirá en el momento que te indique donde yace la tumba. Como mi canto en este valle ya cumplió su destino, es necesario revelártelo. Ve y aprovecha la riqueza con tus hermanos. Ten muy claro no llevarte el collar labrado de oro macizo. Este tendrá que ser conservado hasta el fin del tiempo, de lo contrario la maldición caerá sobre el mortal que ose quebrantar este juramento. En el instante en que Urías entregó el mapa con la ubicación de la Tumba Sagrada, sus restos mortales rodaron por la pendiente y se esparcieron sobre el valle de Ujarrás.

-Elías, durante todo el día, siguió el trillo señalado en el mapa. Caminaba y desandaba el sendero tendido en la profundidad del valle. Temeroso de ser seguido por algún aldeano, a menudo se devolvía a borrar cualquier evidencia de su paso. Por momentos el cansancio le nublaba los ojos y el sudor copioso le empapaba todo el cuerpo.

Al caer las sombras de la tarde encontró un montículo cubierto de vegetación. Quitó la maleza que lo cubría. Debajo de la hojarasca apareció la piedra blanca descrita en la cartilla entregada por Urías. Al final de la enorme mole, hacia el este, una flecha señalaba el inicio del cementerio indígena. Contó los quince metros apuntados en el mapa y tropezó con una grada construida en un segundo nivel. Se deshizo de la maleta y con ambición lanzó las primeras paladas a la tierra rojiza. Conforme iba escarbando la fosa, el metal aparecía. Diversas figuras de oro de todos los tamaños fueron haciendo pesado el cargamento: jaguares, tortugas, hachas, jarrones, ocarinas y reyes indígenas. En el fondo de la tumba encontró el collar, descrito por Urías. Al sentir el peso de la obra de arte, sintió un escalofrío en su cuerpo y lo arrojó al suelo. Su sangre lo quemaba. Sus ojos lo delataban. No me perdonaré si pierdo esta oportunidad, se dijo. Con la mirada nublada y las manos temblorosas lo tomó de nuevo y lo echó al fondo del saco.

De regreso, Elías cabalgó en su caballo Rosillo más lento que en otras ocasiones. El animal, acostumbrado a hacer la travesía con su paso explosivo, no quería caminar. Corcoveaba cada vez que oía el menor ruido. Cuando llegó al río Convento no quiso dar un paso más. Por más que intentó no logró levantarlo del suelo donde yacía. Resignado lo desensilló. Con mucho cuidado puso la carga a un lado del sendero. De inmediato Rosillo salió corriendo a gran velocidad por el camino donde había venido. En su huida daba horribles relinchos. En pocos instantes desapareció tras la colina que empezaba a llenarse de sombras.

Elías, receloso, sujetó el collar a su cuello. Se puso la carga al hombro para cruzar. Cuando iba a la mitad del río, la montaña empezó a retumbar. El agua se pintó de chocolate. Enormes piedras y árboles se deslizaron por la pendiente. De súbito una cabeza de agua lo sacudió. La fuerza se le agotaba. Apretó con rabia el collar mientras la furia de la corriente le arrebató el ‘saco. De reojo lo vio desaparecer bajo el estruendo de la corriente. Elías, como buen nadador, salió a los trescientos metros; con los pantalones hechos trizas, sin camisa y con un sólo zapato. Al mal tiempo buena cara. Se dijo. Arrojó el otro zapato en la montaña y siguió devorando el camino bajo la luz de la luna cándida. Sin Rosillo el paso se hizo más lento.

Al atardecer del día siguiente, cuando llegó a Santa Rosa, los vecinos rezaban alrededor de un ataúd donde descansaba el menor de los hijos del matrimonio.

Rosalía vino al encuentro del marido y con voz entrecortada espetó. Nuestro hijo ha muerto. Si no tuvieras ese bendito vicio de andar escarbando la tierra, lo hubieras ayudado. De seguro el viejo Talao lo habría salvado. Elías, desconsolado, lloró de impotencia sobre el ataúd blanco donde yacía Isidoro.

La sombra cae sobre el pequeño. Por qué tiene que ser con nuestro hijo. Pensó, mientras las palabras pronunciadas por Urías, resonaban como martillo sobre el riel. “La maldición caerá sobre el mortal que ose quebrantar este juramento” Revisó la bolsa donde había colocado el collar. Allí estaba. Le pareció más brillante que cuando lo encontró en el fondo de la tumba. Debo deshacerme de él. Trató de dormir pero no pudo conciliar el sueño. La noche lenta, fue comiéndose las horas para hacer compañía al suplicio del huaquero.

Salió muy de mañana, con la esperanza de salir de su embarazoso momento. El rocío le helaba la cara pero un fuego recorría hasta los dedos de su mano cada vez que cambiaba la carga de un hombro al otro. Tengo que liberarme de este maldito collar antes de que el castigo caiga sobre alguien más de la familia. Reflexionó mientras aceleraba el paso por el camino que conducía hacia San Isidro.

Llegó a la joyería con la ansiedad reflejada en su mirada. Cuando puso la joya en el mostrador, sintió como si le hubiesen quitado una brasa rojiza de su espalda. El joyero, boquiabierto exclamó. ¡De dónde has traído esta extraordinaria obra de arte! Permítame revisarla. Luego de varios minutos de haber ingresado a la habitación contigua, regresó y prosiguió: está elaborado con el oro más fino que existe. Amigo esto vale un capital. No tengo tanto en la tienda, pero sí me interesa. Voy al banco a traer el dinero.

Elías regresó en una hora como había convenido con el joyero. Dio varias vueltas a la cuadra porque creía haberse extraviado. En la tercera ronda preguntó a un muchacho que por allí pasaba. ¿Sabes a qué hora regresa el dueño de esta joyería? El vecino muy sonriente le contestó. Don Zacarías, el dueño de este negocio, hace varios meses se fue para San José. Dijo que las ventas estaban muy malas. “Allá tal vez me vaya mejor, fue lo último que le oí decir.

Elías empezó a sudar copiosamente. Un frío sepulcral lo invadió. Después del síncope su cuerpo se puso amarillo. En pocos instantes la gente se empujaba para contemplar al extraño tendido en la acera. ¡Qué cosa más rara, parece que tiene la cara cubierta de oro! Decían los curiosos que pasaban por la calle. El fuego del sol en el cenit, cayó como un dardo sobre el cuerpo del huaquero, mientras el viejo reloj de la catedral repicaba doce campanadas.

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