Relato: El bebé del cafetal

Autora: Marta Barboza Valverde.
Un sonoro ¡qui qui ri quííí! hizo a Tenoria levantarse de la estera. Aunque hiciera mucho frío, ese día tenía que madrugar. Al parecer, era el mes más fresco en San Vito.
A tientas, prendió el fogón, y se dispuso a preparar los almuerzos para llevar al cafetal. Optimista, cantaba una dulce canción que despertó a los demás miembros de la familia. Iban a coger café en un corte muy bueno. Su marido, quien era ayudante del mandador de la finca, se lo dijo durante la noche. La mente de Tenoria contabilizaba lo que iba a comprar; un vestido floreado para ella y unas prensas de colores para las chiquillas. A su bebé le compraría el primer pantaloncito.
Los canastos, las cinchas y los sacos estaban listos, a la diligente madre solo le faltaba abrigar a su hijo, el más pequeño, tenía cinco meses.
Con los implementos en mano la familia Tugri desfiló por un callejón próximo a su rancho; vivienda temporal durante la época de la recolecta de café.
El rocío de la madrugada había bañado con cristales de colores el enorme cafetal. Macaria y Anastasia quedaron maravilladas cuando vieron ante ellas un manto colorido que iba apareciendo conforme el sol salía, era de un rojo naranja y un verdor mariposa.
Amarrado a la espalda, la señora llevaba el niño, con sus ojos bien abiertos miraba la claridad del día.
El mandador de la finca San Antonio las ubicó en diversas calles, correctamente repartidas en colinas y planicies. Era una hacienda cafetalera tan inmensa que a simple vista no se alcanzaba a ver su totalidad.
-Vean que a la calle no le quede ningún grano maduro, lo cogen todo y juntan el que se les cae –dijo el mandador, y dirigiéndose a los niños les ordenó que no comieran café porque era malo.
Grano a grano, Tenoria fue llenando el canasto. Como estaba tan cansada de la carga del niño en su espalda, decidió ponerlo en una hamaca que acostumbraba llevar. Después de atarla a dos árboles de guaba, colocó al bebé, que reía cuando su madre lo mecía. En intervalos calculados iba a vigilar al niño. Como dormía plácidamente, continuó desprendiendo los granos rojos. Cerca de ella iban sus hijas, quienes se turnaron con su madre para vigilar al chiquito.
-¡Mamá, mamá!, mire, se alborotó un avispero -gritó Macaria-, ¡está en esa rama!
Cuando Tenoria llegó, vio que el avispero estaba casi en las manos de Anastasia, y fue en un instante que se alborotó el panal.
-¡Corramos a la paja!, –gritó la señora, cuando se dio cuenta de que eran unas Quita-calzón.
Después de correr por un sendero entre las matas de café, llegaron hasta una fuente, donde se quitaron las avispas.
Por largo rato, Tenoria buscó la calle donde estaba cogiendo, y fue junto a un enorme árbol que halló su canasto. Entusiasmada, vio que ahí si había café maduro, eran unas matas de café maragoli; una variedad que produce granos muy frondosos. No le importó que esa no fuera la hilera de matas que a ella le correspondía. Sus ojos brillaron de la alegría. Angurrienta, cogía y cogía aquellos granos que le parecieron enormes, nunca vistos. Parecían tomates. Pensó que iba a llenar muchos canastos.
Conforme avanzaba la cosecha era mejor, pero fue en cuanto tuvo el canasto hasta el borde, que se acordó de su hijo, y creyendo estar cerca de él, atravesó tres calles, calculó que había colgado la hamaca en una de esas filas. Pero no, no estaba ahí.
Luego miró un árbol de guaba y dedujo: sí, ahí fue donde lo dejé, pero no, todas las hileras o callejones se parecían, y todas tenían los mismos árboles entre ellas.
Mientras buscaba y buscaba, y mirando que ya se hacía tarde, se asustó mucho. Pero fue cuando sintió un escalofrío y un espasmo en el estómago, que Tenoria tuvo un presentimiento. Después sollozando y lanzando unos gritos terribles, llamó a sus hijos. Asustados llegaron, junto a los demás cogedores de café. Como locos, escudriñaban entre las matas de aquella inmensidad de cafetal, pero nadie halló al niño.
Soportando frío y hambre los padres del chiquito no cesaron la búsqueda, aunque fuera de noche lo buscaban, pero fue inútil. Ya en la madrugada se dieron por vencidos.
Al otro día, el extenso cafetal fue peinado entre todos. La solidaridad de ese grupo se puso de manifiesto, ya que casi una semana tardaron en rastrear la finca, pero nadie encontró al niño.
En marzo del año siguiente don Ezequiel, un peón de la finca San Antonio, mientras realizaba la limpia del cafetal se llevó un gran susto cuando descubrió entre las matas una pequeña hamaca de cabuya que se bamboleaba con el viento.