Sobre la escritora: María Isabel Villarevia Ureña es una mujer nacida en Herradura de Rivas, Pérez Zeledón, le gusta escribir sobre sus recuerdos familiares campesinos. Artesana y madre de familia busca acercarnos al Valle del General de los años 70.

Don Cheo.

Era Domingo. En mi casa éramos muchos hermanos y a la hora del desayuno se hacía una fiesta. Mi mamá no paraba de chorrear café, hacer tortillas y arepas, siempre había natilla y nos dábamos esas comilonas. Añoro esos días, éramos tan felices y no nos dábamos cuenta. Lo único que nunca entendí era por qué nos levantaban tan temprano a todos, hasta a los bebés, aunque hacía un frío horrible y para colmo mi casa estaba al otro lado del río y mientras el sol pintaba de colores al frente, nosotros teníamos que esperar con ansiedad el calorcito. Vivíamos en Herradura de Rivas, en una finca donde mis papás sembraban de todo.

Por ahí de las ocho de la mañana iba llegando Don Cheo, era un señor enfermo que andaba con bordón* y vivía solo, en un pueblo vecino. Desde la casa se ve el camino a lo lejos, mami lo veía venir y le preparaba café con una arepa bien grande y una tacita de natilla y se quedaba esperando a que llegara, el señor venía muy despacito.

Llegaba envuelto en trapos, una chaqueta vieja y con barba de muchos días, tenía mal olor y no usaba zapatos, pero era un caballero, con toda amabilidad saludaba a mi papá y a todos los güilas, los más grandes ya lo conocían y los pequeños lo mirábamos con asombro. El señor se dirigía a mi mamá como si fuera muy amigo o como un familiar pero no era nada de nosotros. Le pedía un baño para asearse y mamá le decía: _Si Don Cheo, pero desayune primero. Desayunaba mientras preguntaba sobre toda la familia.

Y pasaban a lo serio. Don Cheo tenía un padecimiento en las piernas, tenía úlceras abiertas y sangrantes, con el barro y la lluvia se le ponía aquello muy feo. Mi madre, con paciencia y sin asco, lo sentaba en una banca y empezaba a cortar aquellos trapos que traía como vendajes, llenos de pus y sangre. La piel se desprendía en los trapos cuando los quitaba y el señor le decía: _¡Ay Carmen! qué vergüenza venir a molestar pero ya no aguantaba el dolor.

_Don Cheo, ya le he dicho que debe venir más seguido, no espere tanto. 

_Mami, ¿Por qué usted tiene que curarlo? –Yo, como siempre cuestionando todo.

_Vaya tire esos trapos, para que no pregunte, ¡Insolente! -Me iba calladita y enojada, pero me regresaba a ver lo que mi mamá hacía. Después de descubrir aquellas llagas, con esa paciencia que la caracterizaba, empezaba aquel trabajo de amor al prójimo. Le lavaba las heridas con agua donde había hervido hierbas, ciprés, güitite y cola caballo. Le  limpiaba profundo hasta que le quitaba todo lo malo de las úlceras, el señor apenas aguantaba el dolor. Ella, terminaba amarrando aquellas heridas abiertas con tiras limpias de manta. Ambos se quedaban en silencio mientras las fuerzas les volvían.

Don Cheo, cogía su bastón para irse, pero mamá le decía: _ Quédese, que ya va a estar el almuerzo.

_No, no, que pena, ya le he dado muchas molestias.

_Bueno, entonces, llévese un gallito para el camino- Le hacía un almuerzo envuelto en hojas con de todo lo que había en la cocina y el señor, despacito, se iba por esos caminos de Dios a batir barro, pero con el alma agradecida con esa amiga que le extendía la mano. Allá a los quince días lo veíamos llegar y empezaba la rutina de nuevo.

Yo no volví hacer preguntas tontas ni insolentes, le tenía mucha compasión.

El día que no volvió, le pregunte a mamá qué le había pasado y ella muy triste me contó que Don Cheo se había muerto. Sentí mucha tristeza por todo lo que había tenido que pasar para curarse y a la vez un gran alivio de que mi mamá ya no tenía que curarlo más. Después en la casa siempre rezábamos por Don Cheo.

FIN

*Bordón=Bastón.

Mi recuerdo atesorado.

Era marzo de 1970. Yo estaba dormida, era de madrugada y hacía mucho frío, todo estaba oscuro ni siquiera había luna, sólo las estrellas alumbraban el trillo. Íbamos sin parar a través de la montaña, al lado del camino había grandes rocas que amenazaban con caernos encima. Todo daba mucho miedo.

Poco a poco fui despertando.

Y no me lo van a creer, iba amarrada a mi papá encima de un caballo. Una sábana amarrada al pecho hacía una especie de capa que me envolvía. Tendría por ahí de seis tiernitos añitos. Me abrace a él por el frío tan intenso y por el susto de caerme y perderme en aquella oscuridad absoluta. Detrás en otro caballo venían dos de mis hermanas más grandes también llenas de miedo. Lejos se escuchaban los coyotes, a mí me parecía que estaban muy cerca, pero cerca lo que había era muchos grillos. Las candelillas* alumbraban el camino y me daban un rayito de esperanza.

Me llevaban a las abras de mi papá, allá por Pis Pis de Herradura de Rivas, en el puro pie del Cerro Chirripó. Iba con el propósito de mantener el fuego encendido en una gran siembra de frijol Cubá qué tenía mi papá, mientras ellos recogían el fruto de la tierra yo debía hacer mi parte.

FIN

*Candelillas=Luciérnagas

Relatos de María Isabel Villarevia Ureña.

7 octubre, 2019 9:17 pm
Sobre la escritora: María Isabel Villarevia Ureña es una mujer nacida en Herradura de Rivas, Pérez Zeledón, le gusta escribir sobre sus recuerdos familiares campesinos. Artesana y madre de familia busca acercarnos al Valle del General de los años 70.

Don Cheo.

Era Domingo. En mi casa éramos muchos hermanos y a la hora del desayuno se hacía una fiesta. Mi mamá no paraba de chorrear café, hacer tortillas y arepas, siempre había natilla y nos dábamos esas comilonas. Añoro esos días, éramos tan felices y no nos dábamos cuenta. Lo único que nunca entendí era por qué nos levantaban tan temprano a todos, hasta a los bebés, aunque hacía un frío horrible y para colmo mi casa estaba al otro lado del río y mientras el sol pintaba de colores al frente, nosotros teníamos que esperar con ansiedad el calorcito. Vivíamos en Herradura de Rivas, en una finca donde mis papás sembraban de todo.

Por ahí de las ocho de la mañana iba llegando Don Cheo, era un señor enfermo que andaba con bordón* y vivía solo, en un pueblo vecino. Desde la casa se ve el camino a lo lejos, mami lo veía venir y le preparaba café con una arepa bien grande y una tacita de natilla y se quedaba esperando a que llegara, el señor venía muy despacito.

Llegaba envuelto en trapos, una chaqueta vieja y con barba de muchos días, tenía mal olor y no usaba zapatos, pero era un caballero, con toda amabilidad saludaba a mi papá y a todos los güilas, los más grandes ya lo conocían y los pequeños lo mirábamos con asombro. El señor se dirigía a mi mamá como si fuera muy amigo o como un familiar pero no era nada de nosotros. Le pedía un baño para asearse y mamá le decía: _Si Don Cheo, pero desayune primero. Desayunaba mientras preguntaba sobre toda la familia.

Y pasaban a lo serio. Don Cheo tenía un padecimiento en las piernas, tenía úlceras abiertas y sangrantes, con el barro y la lluvia se le ponía aquello muy feo. Mi madre, con paciencia y sin asco, lo sentaba en una banca y empezaba a cortar aquellos trapos que traía como vendajes, llenos de pus y sangre. La piel se desprendía en los trapos cuando los quitaba y el señor le decía: _¡Ay Carmen! qué vergüenza venir a molestar pero ya no aguantaba el dolor.

_Don Cheo, ya le he dicho que debe venir más seguido, no espere tanto. 

_Mami, ¿Por qué usted tiene que curarlo? –Yo, como siempre cuestionando todo.

_Vaya tire esos trapos, para que no pregunte, ¡Insolente! -Me iba calladita y enojada, pero me regresaba a ver lo que mi mamá hacía. Después de descubrir aquellas llagas, con esa paciencia que la caracterizaba, empezaba aquel trabajo de amor al prójimo. Le lavaba las heridas con agua donde había hervido hierbas, ciprés, güitite y cola caballo. Le  limpiaba profundo hasta que le quitaba todo lo malo de las úlceras, el señor apenas aguantaba el dolor. Ella, terminaba amarrando aquellas heridas abiertas con tiras limpias de manta. Ambos se quedaban en silencio mientras las fuerzas les volvían.

Don Cheo, cogía su bastón para irse, pero mamá le decía: _ Quédese, que ya va a estar el almuerzo.

_No, no, que pena, ya le he dado muchas molestias.

_Bueno, entonces, llévese un gallito para el camino- Le hacía un almuerzo envuelto en hojas con de todo lo que había en la cocina y el señor, despacito, se iba por esos caminos de Dios a batir barro, pero con el alma agradecida con esa amiga que le extendía la mano. Allá a los quince días lo veíamos llegar y empezaba la rutina de nuevo.

Yo no volví hacer preguntas tontas ni insolentes, le tenía mucha compasión.

El día que no volvió, le pregunte a mamá qué le había pasado y ella muy triste me contó que Don Cheo se había muerto. Sentí mucha tristeza por todo lo que había tenido que pasar para curarse y a la vez un gran alivio de que mi mamá ya no tenía que curarlo más. Después en la casa siempre rezábamos por Don Cheo.

FIN

*Bordón=Bastón.

Mi recuerdo atesorado.

Era marzo de 1970. Yo estaba dormida, era de madrugada y hacía mucho frío, todo estaba oscuro ni siquiera había luna, sólo las estrellas alumbraban el trillo. Íbamos sin parar a través de la montaña, al lado del camino había grandes rocas que amenazaban con caernos encima. Todo daba mucho miedo.

Poco a poco fui despertando.

Y no me lo van a creer, iba amarrada a mi papá encima de un caballo. Una sábana amarrada al pecho hacía una especie de capa que me envolvía. Tendría por ahí de seis tiernitos añitos. Me abrace a él por el frío tan intenso y por el susto de caerme y perderme en aquella oscuridad absoluta. Detrás en otro caballo venían dos de mis hermanas más grandes también llenas de miedo. Lejos se escuchaban los coyotes, a mí me parecía que estaban muy cerca, pero cerca lo que había era muchos grillos. Las candelillas* alumbraban el camino y me daban un rayito de esperanza.

Me llevaban a las abras de mi papá, allá por Pis Pis de Herradura de Rivas, en el puro pie del Cerro Chirripó. Iba con el propósito de mantener el fuego encendido en una gran siembra de frijol Cubá qué tenía mi papá, mientras ellos recogían el fruto de la tierra yo debía hacer mi parte.

FIN

*Candelillas=Luciérnagas