El año era 1974 y el lugar el Restaurante Miramar en Dominical. El refrigerador de canfín estaba funcionando más o menos bien, y la cerveza estaba casi fría. Me estaba visitando Rick, mi viejo amigo del colegio. Su estancia en Dominical había sido buena, pero él parecía un poco fuera de lugar, no muy a gusto. Cosas como los caminos pavimentados, tiendas, electricidad, servicios sanitarios y la televisión, ya estaban disponibles en las ciudades de Costa Rica, pero no en Dominical. El teléfono más cercano quedó en San Isidro a los 39 kilómetros. La mayoría de las personas manejaban pickups diésel 4X4 para cruzar fácilmente los ríos. Los motores de gasolina tenían la costumbre de mojarse y quedarse en la parte más profunda. El camino a Quepos requería cruzar 11 ríos y quebradas. Uvita, a 30 kilómetros hacia el sur sólo era accesible a pie o a caballo, una expedición de todo un día. Para llegar al Miramar, el único restaurante en el pueblo, tuvimos que calcular la hora de la marea baja porque parte del camino pasó sobre la playa.

 

Don Eliecer, el Guardia Rural, entró al restaurante, y se apoyó en la barra. A sus pies andaba un joven saíno. El saíno frotaba su cuello en el borde de la bota de hule del policía. El cantinero le dio una cerveza, él la inclinó y se tomó un gran trago a “pico de botella”, entonces se volvió y caminó hacia nuestra mesa, la funda del revólver golpeaba contra su pierna, y el saíno le seguía.

 

“Como le va, Don Jack,” saludó Don Eliecer.

“Muy bien, ¿y usted?”. Nos dimos la mano, y le presenté a Rick.

“No rasque el saíno,” advirtió Don Eliecer. “Le gusta tanto que lo seguiría a su casa”. El saíno frotó la pierna de Rick, quien rápidamente dobló ambas rodillas y puso sus pies encima de la silla donde el animal no pudiera alcanzarlos. Entonces el saino se echó en el piso de concreto al lado de Don Eliecer.

 

Durante las siguientes cuatro cervezas, el policía y yo charlamos sobre las cosas que pasaban en el área. Él me habló sobre un par de ladrones de ganado que estaban causando muchos problemas a los ganaderos locales. Todos sabíamos quiénes eran, pero no podíamos agarrarlos. Me dijo que uno de los niños de Carlos y Isabela había sido mordido por una terciopelo, pero el niño iba a estar bien. Le conté a Don Antonio a cerca de una pelea en la cantina de Hatillo que terminó con machetazos, pero ya sabía de eso. También le dije que estaba pensando en prohibir la cacería en Hacienda Barú, entonces me preguntó:  “¿Por qué querría usted hacer una cosa tan tonta como esa? Va a hacer que todos sus amigos se enojen con usted”, yo le dije que era porque uno de mis peones había matado un manigordo la semana anterior, y el simple hecho de verlo allí muerto y tirado con su linda piel manchada, me hizo sentir una horrible sensación que se me extendió hasta los intestinos. “Esos gatos no son buenos nada más que para comerse las gallinas,” suspiró el policía.

 

Finalmente, Don Eliecer se levantó y se despidió, diciendo que tenía que irse a casa. El saino lo siguió, mientras lo mirábamos alejarse. Se dirigió a casa de Rosalia, su amante. Su esposa legal, Bertalina, vivía en dirección contraria, playa abajo.

Rick y yo hablamos sobre su visita a Costa Rica, pero sobre todo a Hacienda Barú y Dominical. Le fascinó el bosque tropical lluvioso, mientras que, al mismo tiempo, un poco aterrado por el sitio, principalmente por la falta de facilidades.

 

“¿Por qué se queda usted aquí? “preguntó Rick. “Ha vivido aquí por cuatro años, pudiendo ganar mucho más dinero en los Estados.”

“Yo me aburriría hasta morir regresando allá Rick, donde todos los días es siempre lo mismo. Aquí, uno nunca se aburre, cada día veo algo que nunca había visto.”

“Como qué”? desafió. “¿Qué ha visto usted hoy que nunca haya visto antes?”

Mi mente saltó al saíno de Don Eliecer, pero sólo era nuevo para Rick. Entonces pensé en la boa que habíamos visto en la selva de Hacienda Barú el día anterior, era la más larga que había visto, más larga que mi pick up. Pero eso fue ayer. Luego pensé en el Tolomuco –miembro de la familia de la comadreja– que el perro del obrero había obligado a encaramarse en un árbol hace un par de días; o la tarántula negra que era más grande que la mano de Rick; o en el día que vimos 14 tucanes en un mismo árbol; o el manojo de garzas bueyeras que vimos en el estuario del manglar. ¡Pero NO! …me detuve, estas cosas no contaban, no habían pasado hoy. Tenía que decir algo que hubiera visto hoy mismo, debe haber algo. Miré fijamente hacia el mar y vi lo que estaba buscando.

 

“¿Eh Rick, que hay con eso? ¿Ha usted visto alguna vez algo así?”

Él siguió mi mirada hacia la playa hacia un hombre, con el bigote descuidado, sombrero de campesino, pantalones haraposos, sucios y sin camisa. Caminando a través de la arena caliente y suelta, descalzo con los pies calludos, él se esforzaba con un carretillo. Equilibrado torpemente en la armazón había un inodoro. De donde vino o de donde lo llevó, nunca lo sabremos. Fue el primer servicio sanitario que Rick había visto desde que llegamos a Dominical. En ese tiempo todo el mundo tenía servicio de hueco. De mala gana él admitió que yo tenía razón, todos los días usted ve algo que nunca ha visto antes.

 

Eso sucedió más o menos cuando yo empezaba a interesarme en el bosque tropical lluvioso, que tiene más para ver que cualquier otro ambiente en el mundo. Han pasado 48 años –más de 17 mil días– desde ese día con Rick en Dominical. Ahora todos tenemos un servicio sanitario, pero en cada uno de esos días yo he visto algo que no había visto antes.

 

— por Jack Ewing

ALGO NUEVO CADA DÍA

7 octubre, 2022 9:28 am

El año era 1974 y el lugar el Restaurante Miramar en Dominical. El refrigerador de canfín estaba funcionando más o menos bien, y la cerveza estaba casi fría. Me estaba visitando Rick, mi viejo amigo del colegio. Su estancia en Dominical había sido buena, pero él parecía un poco fuera de lugar, no muy a gusto. Cosas como los caminos pavimentados, tiendas, electricidad, servicios sanitarios y la televisión, ya estaban disponibles en las ciudades de Costa Rica, pero no en Dominical. El teléfono más cercano quedó en San Isidro a los 39 kilómetros. La mayoría de las personas manejaban pickups diésel 4X4 para cruzar fácilmente los ríos. Los motores de gasolina tenían la costumbre de mojarse y quedarse en la parte más profunda. El camino a Quepos requería cruzar 11 ríos y quebradas. Uvita, a 30 kilómetros hacia el sur sólo era accesible a pie o a caballo, una expedición de todo un día. Para llegar al Miramar, el único restaurante en el pueblo, tuvimos que calcular la hora de la marea baja porque parte del camino pasó sobre la playa.

 

Don Eliecer, el Guardia Rural, entró al restaurante, y se apoyó en la barra. A sus pies andaba un joven saíno. El saíno frotaba su cuello en el borde de la bota de hule del policía. El cantinero le dio una cerveza, él la inclinó y se tomó un gran trago a “pico de botella”, entonces se volvió y caminó hacia nuestra mesa, la funda del revólver golpeaba contra su pierna, y el saíno le seguía.

 

“Como le va, Don Jack,” saludó Don Eliecer.

“Muy bien, ¿y usted?”. Nos dimos la mano, y le presenté a Rick.

“No rasque el saíno,” advirtió Don Eliecer. “Le gusta tanto que lo seguiría a su casa”. El saíno frotó la pierna de Rick, quien rápidamente dobló ambas rodillas y puso sus pies encima de la silla donde el animal no pudiera alcanzarlos. Entonces el saino se echó en el piso de concreto al lado de Don Eliecer.

 

Durante las siguientes cuatro cervezas, el policía y yo charlamos sobre las cosas que pasaban en el área. Él me habló sobre un par de ladrones de ganado que estaban causando muchos problemas a los ganaderos locales. Todos sabíamos quiénes eran, pero no podíamos agarrarlos. Me dijo que uno de los niños de Carlos y Isabela había sido mordido por una terciopelo, pero el niño iba a estar bien. Le conté a Don Antonio a cerca de una pelea en la cantina de Hatillo que terminó con machetazos, pero ya sabía de eso. También le dije que estaba pensando en prohibir la cacería en Hacienda Barú, entonces me preguntó:  “¿Por qué querría usted hacer una cosa tan tonta como esa? Va a hacer que todos sus amigos se enojen con usted”, yo le dije que era porque uno de mis peones había matado un manigordo la semana anterior, y el simple hecho de verlo allí muerto y tirado con su linda piel manchada, me hizo sentir una horrible sensación que se me extendió hasta los intestinos. “Esos gatos no son buenos nada más que para comerse las gallinas,” suspiró el policía.

 

Finalmente, Don Eliecer se levantó y se despidió, diciendo que tenía que irse a casa. El saino lo siguió, mientras lo mirábamos alejarse. Se dirigió a casa de Rosalia, su amante. Su esposa legal, Bertalina, vivía en dirección contraria, playa abajo.

Rick y yo hablamos sobre su visita a Costa Rica, pero sobre todo a Hacienda Barú y Dominical. Le fascinó el bosque tropical lluvioso, mientras que, al mismo tiempo, un poco aterrado por el sitio, principalmente por la falta de facilidades.

 

“¿Por qué se queda usted aquí? “preguntó Rick. “Ha vivido aquí por cuatro años, pudiendo ganar mucho más dinero en los Estados.”

“Yo me aburriría hasta morir regresando allá Rick, donde todos los días es siempre lo mismo. Aquí, uno nunca se aburre, cada día veo algo que nunca había visto.”

“Como qué”? desafió. “¿Qué ha visto usted hoy que nunca haya visto antes?”

Mi mente saltó al saíno de Don Eliecer, pero sólo era nuevo para Rick. Entonces pensé en la boa que habíamos visto en la selva de Hacienda Barú el día anterior, era la más larga que había visto, más larga que mi pick up. Pero eso fue ayer. Luego pensé en el Tolomuco –miembro de la familia de la comadreja– que el perro del obrero había obligado a encaramarse en un árbol hace un par de días; o la tarántula negra que era más grande que la mano de Rick; o en el día que vimos 14 tucanes en un mismo árbol; o el manojo de garzas bueyeras que vimos en el estuario del manglar. ¡Pero NO! …me detuve, estas cosas no contaban, no habían pasado hoy. Tenía que decir algo que hubiera visto hoy mismo, debe haber algo. Miré fijamente hacia el mar y vi lo que estaba buscando.

 

“¿Eh Rick, que hay con eso? ¿Ha usted visto alguna vez algo así?”

Él siguió mi mirada hacia la playa hacia un hombre, con el bigote descuidado, sombrero de campesino, pantalones haraposos, sucios y sin camisa. Caminando a través de la arena caliente y suelta, descalzo con los pies calludos, él se esforzaba con un carretillo. Equilibrado torpemente en la armazón había un inodoro. De donde vino o de donde lo llevó, nunca lo sabremos. Fue el primer servicio sanitario que Rick había visto desde que llegamos a Dominical. En ese tiempo todo el mundo tenía servicio de hueco. De mala gana él admitió que yo tenía razón, todos los días usted ve algo que nunca ha visto antes.

 

Eso sucedió más o menos cuando yo empezaba a interesarme en el bosque tropical lluvioso, que tiene más para ver que cualquier otro ambiente en el mundo. Han pasado 48 años –más de 17 mil días– desde ese día con Rick en Dominical. Ahora todos tenemos un servicio sanitario, pero en cada uno de esos días yo he visto algo que no había visto antes.

 

— por Jack Ewing

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