Chingo

Autor: Rafael Ángel Sibaja Chavarría
El camino angosto y arenoso. Verdes palmeras le acompañaban y tomadas de las manos formaban un hermoso techo verde sobre el camino. Cerca del río, frondosos árboles se vestían de flores de espuma blanca con alas. Las montañas y las nubes se encendían con rayos del sol que moría, del otro lado de las verdosas aguas del océano.
Luisillo, un joven de la ciudad, acompañado de Carlos y José, montados en briosos corceles, caminaban a visitar a sus tíos que vivían en un precioso lugar de la costa. Jinetes y caballos desconocían el camino, desconocían el río y el peligro.
Las bestias se disponían al nado para cruzar el río, en la más profunda poza azul, donde las aguas parecían descansar; quietas, aparentaban estar pensando que dentro de muy pocos segundos después de un largo viaje por entre montañas, pueblos y potreros, el gigantesco y torrentoso río, no serían más que una minúscula gota de agua en el océano.
Las bestias olfatearon el agua; un extraño temor les hizo retroceder. Por entre las palmeras y la playa, con voz entrecortada, un hombre gritaba:
— ¡Amigos, deténganse! ¡No crucen el río! ¡No se entreguen a la muerte!
Luisillo sintió que un frío le recorría hasta los más pequeños huesos de su cuerpo, animó su caballo al río, pero este no quiso ni mojarse sus negros y duros cascos; al contrario, resopló como indicando que el peligro estaba ahí y retrocedió tres o cuatro pasos más.
El hombre desconocido llegó hasta donde Luisillo y sus compañeros. Pequeño, jorobado, moreno, el hombre marcaba en su rostro, que había dejado enterrada en la playa, en la arena y el mar, su vida.
- Amigos, por amor de Dios, no crucen en ese lugar el río. ¡A esta hora está Chingo!
Luisillo abrió los ojos lo más que pudo queriendo encontrar a Chingo en algún lugar, pero su pavor no le permitía por lo menos imaginarse quién era Chingo. Sobreponiéndose al temor preguntó:
- Señor, ¿quién es Chingo?
El señor sacó de la bolsa de su vieja camisa una hedionda cachimba, la sacudió, le echó picadura de tabaco, sacó los fósforos de una bolsa plástica y trató de encender la pipa. El silencio y la tranquilidad de aquel hombre empezaba a desesperar la paciencia de Luisillo. Al fin apareció el humo blancuzco que ahuyenta zancudos y purrujas. Detrás de aquel humo, el misterioso hombre inició su historia:
“Estando yo muy pequeño, mi padre me contó que antes existían en este río, muchos cocodrilos que eran amigos de los hombres. No se hacían daño, sencillamente vivían en el río y en el mar… Precisamente en esta poza azul, donde las aguas dan su último adiós a las garzas, al ganado y a las frescas sombras de los bosques, aquí crecían siete hermosos ejemplares de cocodrilo, junto a su madre. Los hombres del pueblo los cuidaban y al caer el telón de la noche, llegaban a este lugar para alimentarlos.
Un día negro y triste para nuestro pueblo, llegó un hombre foreño, dicen que civilizado… y al llegar al río, los pequeños corrieron hacia él para pedir alimento; pero ese malvado hombre, desenfundó su machete y en vez de comida, fue dando muerte a cada uno de los inocentes. Su madre quiso defenderlos, pero también murió en aquel cruel asesinato. Seis de ellos murieron, uno huyó, y por más que lo persiguió, aquel hombre solo pudo cortarle la cola.
Muchos fueron los meses que debieron pasar para que aquel cocodrilo sanara la cola, y aunque débil, huérfano y sin hermanos, se convirtió en la fiera del pueblo.
Chingo es el cocodrilo más grande y más viejo del mundo. Es tan viejo que su piel se ha convertido en una dura caparazón, tan dura como las conchas del mar o las piedras del río. Dicen que Chingo desde que creció se dedicado a perseguir a los hombres para vengar la muerte de su familia. Chingo vive en el río. Se pasea por la playa, el mar, el río y hasta por los potreros. Siempre persiguiendo a los hombres.
Hace algún tiempo, un atrevido hombre que no creía en la historia de Chingo, y queriendo demostrar su valentía, se lanzó en su caballo a cruzar el río, exactamente aquí, en este paso y en las horas de la noche. De él solo se encontró el hígado y la ropa. Dicen que Chingo lo devoró.
Todo cuanto aquí sucede es culpa de Chingo: Chingo roba gallinas, terneros, cerdos y hasta se come las yucas… También Chingo es culpable de las buenas y malas cosechas, del largo verano o invierno. Chingo es culpable de todo porque tiene el espíritu del mal”.
Carlos, el compañero de Luisillo, que no se escuchaba ni respirar, interrumpió para preguntar:
—¿Por qué no acaban con el Chingo?
—¡Como si fuera tan fácil! Contestó el señor. —En muchas oportunidades, los vecinos se han organizado para cazarlo, sin embargo, cuando lo buscan, no aparece. Le colocaron trampas de hierro fuerte, pero las destruye. Cuando le han visto en la playa, han disparado contra él, pero al llegar, lo único que encuentran es una dura piedra que no la pueden ni mover. En una oportunidad, con un cable y un enorme anzuelo lo pescaron, pero al sacarlo del agua, sencillamente era una gran troza de madera. ¡Les dije que Chingo tiene el espíritu del mal!
—Pero Chingo no es todo terror. A veces es tierno como el aire que acaricia las plantas o el perfume de las flores. En noches de luna, como la de hoy, le han visto jugando con los cangrejos, acompañando a las indefensas tortuguitas recién nacidas, mientras caminan lentamente por la playa en la búsqueda de las aguas del mar.
Cuando aquel hombre finalizó de contar la historia de Chingo, el río había crecido; Luisillo y sus compañeros se fueron a la playa y con las puntas de las estrellas, empezaron a hilar el universo, en una pequeñísima pileta de agua salada, que se encontraba en la arena.