EL HIJO DE LA SELVA


RAFAEL ÁNGEL SIBAJA CHAVARRÍA
En el centro de la selva aparecía el abra. Y en el centro de el
abra, como perdido en el mundo, acompañada por los gritos de los
monos, el trinar de los agüíos y un coro de jilgueros, adornada a la
distancia por las lluvias de oro, que se colgaban de las ramas de
los más alto árboles, para besar la hierba a raíz del suelo, mientras
las nubes pintaban de blanco, la cabellera de la montaña se miraba
el rancho, sí, el rancho de Juancho. Rancho de paja con piso de
tierra, paredes de estacones de taruga, camas de chonta y por
fogón un cajón de palos redondos, amarrados con bejuco y lleno
de tierra roja, encima tres piedras y dos o tres palos de leña
apagados. Afuera sin pensar en nada, un perro negro y viejo se
rascaba las pulgas, que lo atormentaban, sin darle tiempo de nada.
Dos o tres palomas recogían unos granos de arroz cocinado que se
encontraban tirados en el patio del rancho.
Dentro del rancho, una mujer, en medio de la soledad y el olor a
humedad que producía el piso de suelo frío, daba a luz un niño. Sí,
su hijo. Después de un gran instante de dolor intenso, el niño
apareció. Con mucha dificultad lo miró y se convenció que era el
más lindo del mundo, que era hermoso e inteligente. Quizá llegaría
a ser el presidente de la República o el mismo Santo Papa.
Bueno, la ilusión que sufre toda madre cuando tiene su hijo. En ese
mismo instante se desmayó y abandonó a su hijo. Sin embargo, los
llantos de aquel bebé la trajeron de nuevo al mundo y pensó ¿Qué
hacer con él? – No, mi hijo no puede morir.- No… no puede morir…-
Necesita la atención de alguien. Pero la madre, sí, la madre, no
podía ni moverse, el niño seguía unido a ella por medio del cordón
umbilical.
Inmensas hormigas negras, con patas peludas, que
parecían caminar en zancos, se colocaban en fila para destrozar
con sus enormes tenazas los tiernos brazos de aquel recién nacido.
Los cuervos se acercaban y con sus grandes picos esperaban una
oportunidad para sacarle los ojos al recién nacido. Quizá por el olor
a bebé, los coyotes salieron de su madriguera aullando en tropel se
acercaban al rancho. El jaguar maulló en señal de que aquella presa
ya tenía dueño. A través de los estacones que servían de pared al
rancho, solamente ojos se miraban con el deseo de apoderarse del
inocente recién nacido. La gran esperanza de aquella mujer, para su
salvación y la de su hijo, era el perro que le acompañaba. Pero
cuando el Negro olfateó el peligro, buscó el camino más cercano
para salvarse de aquel tropel de fieras y debido a su gran velocidad
muchas pulgas se quedaron botadas en el camino, lo que permitió
al canino una mayor velocidad y desaparecer para siempre en la
selva.
Aquella mujer, que se sabía que estaba viva, porque se le
observaba respirar, despertó y por el instinto de madre, buscó como
defender a su hijo. Extendió su mano, alcanzó el caracol, ( Medio
de comunicación que se utilizaba en la montaña), intentó sonarlo
una, dos y tres veces y cayó desmayada. El caracol rodó y hasta los
pies del niño. De nuevo la madre tomó fuerzas y lo intentó una vez
más. Lo logró, lo logró y el caracol sonó, sonó tan fuerte, que
estremeció hasta los troncos de la montaña. En los peñascos las
piedras rodaron, las chicharras enmudecieron, los coyotes gimieron,
el jaguar maulló de terror, el aire se detuvo por un instante. Lo único
que se escuchaba era el silencio.
Juancho, el esposo de aquella mujer, se encontraba en la selva,
rosando la montaña. Soñado con los potreros y los novillos que
criaría en aquella hacienda. Sentía la compañía de su hijo, que se
encontraba en el vientre de su esposa y muchas veces hasta
conversaba con él. Inesperadamente el lamento del caracol lo
regresa a la realidad y da un tremendo salto, cae junto a una
bocaracá, que rápidamente se prepara para atacarlo, pero Juancho
joven y ágil se cuelga de un bejuco que se encontraba guindando de
un alto árbol de cedro, quedando a cinco o seis metros del suelo
se soltó y atropelló a su flaco perro que le hacía compañía. Corrió sin
rumbo, saltó troncos y arroyos, pero él sabía que algo sucedía en el
rancho, algo le sucedía a Nina. Quizá el tigre, una terciopelo, la boa
que se tragó el buey o los coyotes la habían atacado. Corrió al
rancho, Nina está en apuros. El perrillo flaco se cansó en el camino
y nunca más volvió aparecer.
Desde un alto divisó el rancho. Pero hasta el rancho parecía que
estaba muerto. No había señal de humo, no se miraba las
codornices, el perro que cuidaba el rancho no aparecía en el
universo, entonces pensó—Ya quedé solo en medio de la montaña
en medio de la soledad, en medio de la tristeza y abandonado de
las esperanzas de tener un hijo para que le ayudara en la,
hacienda.
Nervioso, sí, muy nervioso, se acercó al rancho, deseando morir
para no mirar la tragedia que ocurría dentro. Pero al llegar, sí al
llegar, escuchó los llantos de un niño que desesperadamente
necesitaba el auxilio, la ayuda para poder sobrevivir.
Juancho enloquecido grito –Nació mi hijo…, tuve un hijo…, que
venga un doctor, que venga una enfermera, que venga alguien para
que me ayude – , pero la única respuesta que recibió fue la de un
bandada de lapas que volaban hacia el sur.
La calma llegó a Juancho reconoce que está en medio de la
selva. Que el vecino más cercano dista a tres horas de camino a
caballo.
Entonces, entró al rancho, observó al niño y pensó – ¿Qué
hacer?, ¿Con qué le corto el ombligo?, ¿Con el cuchillo…?
No…¿Con la navaja? – Si, dicho y hecho. La navaja, tomó en sus manos temblorosas y el
ombligo abajo.
Tomó al niño entre sus brazos, lo miró y lo llevó al baño, que era
unas cuantas hojas de plátano amarradas con bejucos, colgando de
las ramas de un árbol, que se encontraba en la parte trasera del
rancho. Los únicos que miraban a las personas bañarse eran unos
cuantos monillos, que siempre se la pasaban rondando.
¿Qué nombre ponerle a aquel niño tan hermoso? –
Pensó aquel hombre. —Pues como yo me llamo Juancho, mi
hijo se llamará Juanillo.
Bueno, y al fin al cabo Juanillo no era tan feo, un negrillo,
ojos negros, narigón, pelo ensortijado y flaco. Pero para
aquel padre era lo más lindo que exista sobre la faz de la
tierra. La presencia de Juanillo hacía resplandecer y llenaba
de alegría aquel humilde rancho, que en medio de la soledad
y la pobreza representaba la lucha del hombre campesino
por hacer producir la tierra, para encontrar el sustento
diario para su familia en una forma horada.