La humareda

Por Juan Diego Jara Arias
Aunque muchas historias se han contado ya del San Isidro de antaño, este particular relato ocurrió en los años 40, cuando la construcción de la carretera Interamericana estaba en su máximo apogeo y la caravana de familias enteras procedentes del Valle Central, ya fuera por cielo o tierra, crecía como la espuma en aras de tierras fértiles y libres para cultivar.
El hecho que nos compete fue un día cualquiera de finales de 1947. De la avioneta bajaron don Fausto Quirós; su esposa Fermina y sus hijos Eliécer, Fermín, Emelina y la pequeña Lourdes. La tarde estaba muy avanzada cuando el abuelo Ezequiel Quirós llegó por ellos al rojizo y rudimental aeródromo de San Isidro para llevarlos en aquella ruidosa carreta tirada por bueyes a la parte alta del pueblo, conocida como barrio Las Latas.
La pequeña Lourdes, de tan solo dos años, no paraba de llorar durante el trayecto por la incomodidad del medio de transporte, y Emelina sintió una enorme tristeza al ver las calles polvorientas, los caserones de madera, los caballos amarrados frente al comisariato y la desolación absolutamente contraria a su vida en la capital.
Recorrieron las calles de polvo y barro según las intermitencias del clima húmedo donde rara vez soplaba la brisa. Montados en esa carreta de madera vieron el tejemaneje del bucólico comercio local, a la gente sencilla y humilde. – Mire Fausto, esa es la cantina de Martín Barquero y el quiosco de Beto Padilla -, dijo el abuelo. Y la familia entera vio la herrería; la vieja escuela, así como la plaza de tierra colorada y la “iglesia roja”.
Al llegar al barrio Las Latas, después de subir la cuesta, Emelina se conmovió al oír el crujido de los tablones de madera del rancho del abuelo, donde vivirían temporalmente atrincherados.
–¡Papá no me gusta este lugar!, exclamó Emelina, con profunda resignación.
–¡Pues salada porque le va a tener que gustar!, le respondió.
Durante algunas semanas a Emelina no le quedó más que aceptar la vida en San Isidro y poco a poco fue asimilando la cotidianidad mientras cumplía las faenas del hogar. Pero aquel aciago lunes de marzo, había empezado a caer la noche, Emelina no estaba muy lejos de casa y apenas si pudo llenar la tinaja de agua de una quebrada cristalina, cuando presenció que una humareda invadía el pueblo. Se asustó y corrió de vuelta alumbrándose con una candileja para no caer a oscuras en algún recoveco entre aquellos árboles de guayaba. Ya en casa vio a toda su familia inquieta. Han llegado los nicas beligerantes al pueblo, tenemos que salir huyendo, dijo don Fausto.
Huyeron de noche con apenas lo que llevaban puesto, camino hacia Pedregoso por las montañas. Huyeron a pie por el sinuoso sendero. Escucharon tiros a la distancia y se escondieron de los aviones que volaban casi a ras del suelo.
Al amanecer, llegaron al refugio de San Rafael, donde unos amigos del abuelo les tenían baldes de leche agria con los cuales se alimentaron. Ahí pernoctaron en un trapiche y a los más chiquillos los metieron en una fosa cubierta con ramas para protegerlos.
Tardaron varios días escondidos y hambrientos, cuando llegaron noticias de que al parecer la guerra había terminado. Emelina y su hermano Eliécer, escucharon que en San Isidro estaban repartiendo comida y ahí fue cuando se les ocurrió ir juntos por provisiones, más aún, porque la abuela Adilia urgía de cigarros.
Cuenta Emelina que cuando llegaron al pueblo había solo escombros de dolor y de muerte. Muy valerosos y con sigilo atravesaron las calles solitarias todavía olorosas a plomo. Una densa neblina cubría San Isidro y los hermanos vieron un humo negro más allá del río.
Caminaron y se ocultaron detrás de unas grandes piedras mientras veían cómo en la explanada la tropa verde victoriosa tiraba en una enorme fosa común a los caídos en batalla.
Apenas faltó decir que los muertos estaban desperdigados por toda la plaza y hasta un caballo le prendieron fuego mientras salían las llamas de su carne junto con la de los cadáveres retorciéndose en la humareda.
Asustados por la fatídica escena, Emelina y Eliécer abandonaron el lugar. Consiguieron la comida y los cigarros de la abuela y retornaron al refugio. Pero callaron y guardaron el secreto de lo que vieron a sus padres.
Por fin la guerra había finalizado y la familia de Emelina regresó al rancho, el cual estaba saqueado y con los horcones agujerados de bala. Cabe decir que donde ahora es Cinco Esquinas, en barrio Boston, lanzaron una bomba que originó un inmenso hueco que durante la época lluviosa se convertía en la piscina donde Emelina y sus hermanos se bañaban.
Fin