Esta historia me la contaron. Es un relato que puede resultar confuso y en el que todo se retuerce, pero que invita a la reflexión sobre un tema tan delicado como lo es el incesto y el abuso sexual infantil. A veces la ficción es necesaria por un acuerdo ético y moral de quien lo escribe.

Por Juan Diego Jara Arias

A Mariela le gustaba mirar las mariposas revoloteando en su jardín y esa mañana jugó con ellas más de lo normal. En el pequeño jardín, repleto de cambrias y passifloras, había decenas de mariposas multicolores, y Mariela siempre solía quedar estupefacta al verlas agitar sus alas con libertad plena. Sí, libertad plena, algo que anhelaba la joven con todas sus fuerzas.

A ella lo que más le atraía era el vuelo del intrépido insecto, el cual no era lineal, sino un vaivén de sube y baja desafiando el viento. Le encantaba también el hecho de que esas criaturas aladas no pican ni muerden ni hacen daño como los seres humanos. Los humanos, «seres despiadados, principalmente los hombres, que en ocasiones se comportan con maldad».

De cuclillas y absorta se decía a sí misma «Esa mariposa azul está recabando una misión de vida o de muerte. Con su néctar poliniza las flores lo suficientemente bien como para encontrar pareja y, si es hembra, para producir y poner huevos también», esos datos los supo gracias a la lectura del viejo libro “El mundo de las mariposas y orugas”, que su tío Celestino le había regalado por sacar el sexto grado apenas hace un año. Mariela repasaba cada página con esmero, y se dio cuenta de que en francés la palabra “mariposa” se traduce como “papillon” y que en el idioma filipino, “paruparo”.

Avanzaba la mañana, con un sol punzante, en aquel pueblo campesino de algún lugar, cuando Mariela vio de pronto, en una de las enredaderas de tallos largos a dos mariposas amarillas, unidas cola con cola, en direcciones opuestas, y quedó pensativa ante ese ritual de apareamiento. Fue precisamente cuando su madre con voz tosca le dijo -venga almuerce.

Mariela no fue al colegio ese día. Se había sentido mal: amaneció con fuertes retorcijones de panza y con mareos; tampoco tenía apetito.

–¡Hágame el favor y come! – Le gritó su madre.

En la mesa también comía su padre. Los dos hermanos pequeños estaban en la escuela.

La casa de madera en la que vivía era fresca y con ventanas abiertas que daban vista a la montaña. Mariela movía el arroz y los frijoles con la cuchara. No se sentía bien. Vio a la oruga en la enorme trepadora Passiflora postrada en la pared, pero esto le generó ganas de vomitar. Su padre, desde el otro extremo de la mesa, la escrutaba con ojos insondables mientras masticaba la comida; su madre, que yacía cabizbaja, terminaba de echarse el último bocado.

Mariela, lanzó una mirada a su padre y le pidió permiso para retirarse de la mesa. –No comiste nada– expresó su madre. Mariela la ignoró. –Papi, ¿puedo retirarme? –Sí, váyase, le dijo él.

En la mesa, un silencio sepulcral reinaba. Solo se podía escuchar el sonido de las aguas cristalinas del río. El vecino más cercano estaba a un kilómetro de distancia y el pueblo a veinte minutos a caballo. Por eso su hogar resultaba tan ameno para Mariela, quien de la única compañía que disfrutaba era la de su padre y las mariposas. Ella se sentía cómoda lejos de la gente, «consideraba a los demás como los chismosos y sapos más grandes del mundo». Odiaba ir al colegio, repudiaba la inmadurez de sus compañeros, y el mal genio de su profesor de Español cuando le escribía con faltas ortográficas.

La muchacha se fue a su humilde cuarto, cuyas paredes estaban llenas de recortes de mariposas. Sollozaba en su cama y no sabía el porqué. Quiso vomitar, pero no pudo. Cada vez se sentía peor. Intentó encerrarse en ese pequeño recinto sin puerta. Una tenue cortina la separaba de la cocina, en la que

apenas hacía unos minutos estaba junto a sus padres. Ellos estaban silenciosos en la mesa y de nuevo el barullo del río se escuchaba a lo lejos.

Mariela quiso evadir la soledad que le carcomía el alma. Estaba segura de que su malestar no era solo corporal, sino más que todo etéreo. Recordó la metamorfosis que sufren sus amigas las mariposas y se sintió identificada.

Pensó –Si el néctar de las flores me quitara esta pena.

La pureza y dulzura de esos delicados insectos le generaba esperanza y sueños, pero también pudo leer en el libro del tío Celestino que las mariposas representan muerte y pecado… ¿Pecado?, esa palabra la minaba por dentro.

– ¿Qué es el pecado? – ¿Será, lo que va conmigo?, decía.

Mariela, entró en un letargo. Soñó que se liberaba de cadenas oscuras para volar hacia la luz, y cuando estaba a punto de convertirse en una belleza alada sus alas se tornaron de un rojo carmesí, mientras caía en un abismo succionador cuyo aleteo era inútil.

La despertó su padre, quien la miraba sentado a la orilla de la cama.

-Mari, el sábado hay un baile en el pueblo, pienso que le caería muy bien salir a divertirse para que deje de estar aprisionada en este rancho. Tal vez así se le quitan esos malestares que tanto la agobian.

–Claro papi, me encantaría ir a bailar. –Así será Marielita, le dijo, y le acarició la cara.

Mariela pasó el resto de la tarde en el jardín, inmóvil, viendo la oruga en la hoja alimentándose, al mismo tiempo que un dolor en el nervio ciático le alteraba la calma.

– ¡Es como un estómago con patas que come y come!… con solo el propósito de crecer, sentía ella. De igual manera vio las crisálidas que cuelgan en el tupido ramaje. Divisó la Mariposa Azul Morfo en un tronco que reposaba mostrando el lado inferior de sus alas… Mariela volvió a sentir náuseas y de inmediato lanzó un vómito que le desgarró el alma.

La levantó del suelo su madre que la escuchó desde la cocina.

MARIPOSA AMORFA

12 julio, 2021 9:32 pm

Esta historia me la contaron. Es un relato que puede resultar confuso y en el que todo se retuerce, pero que invita a la reflexión sobre un tema tan delicado como lo es el incesto y el abuso sexual infantil. A veces la ficción es necesaria por un acuerdo ético y moral de quien lo escribe.

Por Juan Diego Jara Arias

A Mariela le gustaba mirar las mariposas revoloteando en su jardín y esa mañana jugó con ellas más de lo normal. En el pequeño jardín, repleto de cambrias y passifloras, había decenas de mariposas multicolores, y Mariela siempre solía quedar estupefacta al verlas agitar sus alas con libertad plena. Sí, libertad plena, algo que anhelaba la joven con todas sus fuerzas.

A ella lo que más le atraía era el vuelo del intrépido insecto, el cual no era lineal, sino un vaivén de sube y baja desafiando el viento. Le encantaba también el hecho de que esas criaturas aladas no pican ni muerden ni hacen daño como los seres humanos. Los humanos, «seres despiadados, principalmente los hombres, que en ocasiones se comportan con maldad».

De cuclillas y absorta se decía a sí misma «Esa mariposa azul está recabando una misión de vida o de muerte. Con su néctar poliniza las flores lo suficientemente bien como para encontrar pareja y, si es hembra, para producir y poner huevos también», esos datos los supo gracias a la lectura del viejo libro “El mundo de las mariposas y orugas”, que su tío Celestino le había regalado por sacar el sexto grado apenas hace un año. Mariela repasaba cada página con esmero, y se dio cuenta de que en francés la palabra “mariposa” se traduce como “papillon” y que en el idioma filipino, “paruparo”.

Avanzaba la mañana, con un sol punzante, en aquel pueblo campesino de algún lugar, cuando Mariela vio de pronto, en una de las enredaderas de tallos largos a dos mariposas amarillas, unidas cola con cola, en direcciones opuestas, y quedó pensativa ante ese ritual de apareamiento. Fue precisamente cuando su madre con voz tosca le dijo -venga almuerce.

Mariela no fue al colegio ese día. Se había sentido mal: amaneció con fuertes retorcijones de panza y con mareos; tampoco tenía apetito.

–¡Hágame el favor y come! – Le gritó su madre.

En la mesa también comía su padre. Los dos hermanos pequeños estaban en la escuela.

La casa de madera en la que vivía era fresca y con ventanas abiertas que daban vista a la montaña. Mariela movía el arroz y los frijoles con la cuchara. No se sentía bien. Vio a la oruga en la enorme trepadora Passiflora postrada en la pared, pero esto le generó ganas de vomitar. Su padre, desde el otro extremo de la mesa, la escrutaba con ojos insondables mientras masticaba la comida; su madre, que yacía cabizbaja, terminaba de echarse el último bocado.

Mariela, lanzó una mirada a su padre y le pidió permiso para retirarse de la mesa. –No comiste nada– expresó su madre. Mariela la ignoró. –Papi, ¿puedo retirarme? –Sí, váyase, le dijo él.

En la mesa, un silencio sepulcral reinaba. Solo se podía escuchar el sonido de las aguas cristalinas del río. El vecino más cercano estaba a un kilómetro de distancia y el pueblo a veinte minutos a caballo. Por eso su hogar resultaba tan ameno para Mariela, quien de la única compañía que disfrutaba era la de su padre y las mariposas. Ella se sentía cómoda lejos de la gente, «consideraba a los demás como los chismosos y sapos más grandes del mundo». Odiaba ir al colegio, repudiaba la inmadurez de sus compañeros, y el mal genio de su profesor de Español cuando le escribía con faltas ortográficas.

La muchacha se fue a su humilde cuarto, cuyas paredes estaban llenas de recortes de mariposas. Sollozaba en su cama y no sabía el porqué. Quiso vomitar, pero no pudo. Cada vez se sentía peor. Intentó encerrarse en ese pequeño recinto sin puerta. Una tenue cortina la separaba de la cocina, en la que

apenas hacía unos minutos estaba junto a sus padres. Ellos estaban silenciosos en la mesa y de nuevo el barullo del río se escuchaba a lo lejos.

Mariela quiso evadir la soledad que le carcomía el alma. Estaba segura de que su malestar no era solo corporal, sino más que todo etéreo. Recordó la metamorfosis que sufren sus amigas las mariposas y se sintió identificada.

Pensó –Si el néctar de las flores me quitara esta pena.

La pureza y dulzura de esos delicados insectos le generaba esperanza y sueños, pero también pudo leer en el libro del tío Celestino que las mariposas representan muerte y pecado… ¿Pecado?, esa palabra la minaba por dentro.

– ¿Qué es el pecado? – ¿Será, lo que va conmigo?, decía.

Mariela, entró en un letargo. Soñó que se liberaba de cadenas oscuras para volar hacia la luz, y cuando estaba a punto de convertirse en una belleza alada sus alas se tornaron de un rojo carmesí, mientras caía en un abismo succionador cuyo aleteo era inútil.

La despertó su padre, quien la miraba sentado a la orilla de la cama.

-Mari, el sábado hay un baile en el pueblo, pienso que le caería muy bien salir a divertirse para que deje de estar aprisionada en este rancho. Tal vez así se le quitan esos malestares que tanto la agobian.

–Claro papi, me encantaría ir a bailar. –Así será Marielita, le dijo, y le acarició la cara.

Mariela pasó el resto de la tarde en el jardín, inmóvil, viendo la oruga en la hoja alimentándose, al mismo tiempo que un dolor en el nervio ciático le alteraba la calma.

– ¡Es como un estómago con patas que come y come!… con solo el propósito de crecer, sentía ella. De igual manera vio las crisálidas que cuelgan en el tupido ramaje. Divisó la Mariposa Azul Morfo en un tronco que reposaba mostrando el lado inferior de sus alas… Mariela volvió a sentir náuseas y de inmediato lanzó un vómito que le desgarró el alma.

La levantó del suelo su madre que la escuchó desde la cocina.